El autor del artículo, participó siendo niño en aquellas pequeñas vendimias familiares, cargando la uva a lomos de burros, caballos o camellos, llevándola al lagar, pisándola, prensándola, encerrando el mosto en las barricas y dejándolo fermentar hasta que se tornara en un vino dorado.
El texto recupera aromas, sensaciones, sabores que se han quedado a vivir para siempre en el lagar de su memoria. El recuerdo de la Malvasía canaria se mantiene mezclada con su infancia escolar, su primer maestro… y los sabores de las comidas de su madre.
En 1949 vi la luz en El Río de Arico, un pequeño pueblo del sur de Tenerife, a 74 kilómetros de Santa Cruz, la capital de la isla, cuya distancia costaba salvar mediante tres horas y media de guagua, y un poco menos, si tenías oportunidad de ocupar una plaza en uno de los escasos coches piratas que realizaban el trayecto, como el de Feliciano o el de Domingo Palito.
En alguna parada de la guagua, a mitad del camino, el chófer y quienes quisieran entraban en una bodega excavada en una cueva de jable, a tomarse un vaso de vino acompañado de una goga de gofio y azúcar.
El vino de cueva nunca me gustó, por su característico sabor a humedad. La guagua “de los borrachos” era la última guagua, que pasaba por el pueblo, a las 22:30h, recogiendo a los rezagados del día que se habían trasladado a otros pueblos a realizar alguna gestión y se habían entretenido en las distintas ventas y bodegas, echándose “unas perras de vino”.
Era aquella una época en que, escuchando a las personas, distinguíamos el acento del pueblo al que pertenecían. Aún no nos habían homogeneizado. Tal era así, que resultaba muy chocante que alguien del pueblo, a los pocos días de trasladarse a vivir a la capital, regresara utilizando “yeísmos”, cuando todos allí éramos “lleístas”, práctica hoy en extinción.
En mi retina conservo la escena de los marchantes de ganado, a los que llamábamos moros por su reconocible indumentaria, circulando por la sinuosa carretera del sur de Tenerife con una larga fila de cabras y camellos, que compraban, vendían o cambiaban por otros camellos y cabras, por burros, mulos, yeguas o caballos.
Entonces en los pueblos del sur de la isla apenas había coches y algunos camiones para transportar al muelle los tomates y las papas, mientras el transporte pesado para hacer el traslado desde las huertas a los empaquetados estaba reservado a los múltiples camellos, guiados por los camelleros acompañados de su rebenque.
Las esquilas de los camellos eran inconfundibles. Mi madre los reconocía, desde la cocina de nuestra casa, solo con oír el sonido de su campana: “ahí va el camello de José Bolera”, o “el de Polo”, o cualquiera de las varias decenas de animales que inflaban su vejiga espumeante cuando estaban “calientes” y la intentaban sacar a través del sálamo metálico que afortunadamente impedía que hiciera daño con sus enorme dentadura.
Siempre iban cargados, bien con cajas o sacos a la ida, bien con leña, o pinocho para estercolar, a la vuelta. Y si no, con algunas mujeres y niños en sus sillas, en el trayecto desde el trabajo en las huertas, al que continuaba hasta bien entrada la noche el trabajo en el empaquetado durante la zafra.
De la saga familiar paterna, mi padre, Lucio Marrero Rancel, cazador y apicultor, fue el pionero en plantar algunas viñas de Malvasía en Los Tapaditos, a la vera del Barranco del Río, a 900 metros de altitud.
Rozó el barranquillo, lo limpió de chamizos, gamonas, tederas, pencas, zarzas, tabaibas, cerrajones, incienso y escobones. En los ratos que le restaban de atender el Canal del Sur en el que trabajaba, Lucio iba preparando cualquier rincón de aquel lugar para sembrar las varas de parra, para mantenerlas en pie mediante horquetas, para margullirlas y así ir aumentando cada año la extensión de su cultivo, para podarlas, azufrarlas y mimarlas.
También plantó higueras, ciruelos, almendros y durazneros. De su instinto de supervivencia, en años posteriores incluso a su muerte, seguí encontrando escondrijos de almendras con su cáscara, que pudieran servirle para echarse un tentempié en cualquier momento.
Cada año, en los comienzos de la cacería, solía mi padre matar un mirlo y colgarlo de un palo en mitad de las parras. Eso impedía que otros mirlos se acercaran a comerse las uvas. Sin embargo, no ocurría lo mismo ni con las perdices ni con los lagartos.
La Malvasía blanca del Barranquillo de Los Tapaditos, debido a la altitud y sequedad propia del lugar, a la gran insolación, a no regarse jamás, al fresco de los vientos alisios, mantiene una gran calidad, aunque no sea abundante en cantidad.
Sus racimos dorados, con uvas pequeñas, dulces y aromáticas, son un regalo para los sentidos. Y, una vez vendimiadas, y entonces mecidas sobre las sillas de los camellos, llegaban hasta el lagar, donde jamás se mezclaron con otras uvas.
Esos cuatrocientos litros de mosto siempre fueron exclusivos, los primeros en pisarse y encerrarse en barricas de roble o de virginia, acompañando en su fermentación una docena de duraznos secos, que incrementaban el toque afrutado del vino preferido en la familia.
Ya luego se vendimiaba el resto, en zona de regadío, con las parras sembradas en parrales, en la orilla de las huertas, junto a los paredones, compartiendo espacio con las papas, con el millo, con los ajos, las cebollas, las zanahorias, y algunos frutales como higueras, naranjos, limoneros o ciruelos.
Allí mezclábamos la uva blanca, con la negra o con la forastera de grandes racimos y la producción de vino llegaba a quintuplicar la del Malvasía. Mis hermanos y yo, junto con mi madre, ya nos habíamos encargado el mes anterior a la vendimia de ir quitando las hojas de parra, para que terminaran de madurar los racimos sombríos, y para alimentar a nuestras cabras y conejos.
El vino sobrante de la cosecha anterior, o bien se conservaba en las propias barricas o se guardaba en garrafones de 16 litros o en galones de cinco y en ocasiones servía para trasegarlo e incrementar las reservas de cosechas anteriores que en alguna barrica iban adquiriendo sabor a coñac y color oscuro por la oxidación.
Existía la creencia de que el vino “daba sangre” y era fuente de salud. Lo que yo he mantenido a lo largo de mi vida como una verdad comprobada. Y así, desde pequeños, acompañábamos un buen salmorejo de conejo o una carne de cochino negro con un buche de vino blanco. Y si era de Malvasía, mejor.
Por las noches, cuando contaba cinco o seis años e iba a la escuela paga de Perico el de Andrés, iluminada con un petromax de petróleo, para completar lo que don Jacinto Glez. Domínguez, mi primer maestro, me enseñaba en la escuela unitaria de niños del pueblo, en invierno y sin luz eléctrica aún, al regreso a mi casa, sobre el cofre, junto a mi cama me esperaba un vaso de a cuarta de vino, junto con el azucarero y la lata del gofio, y me tomaba una ralera de gofio y vino, con lo que me iba a la cama siempre calentito.
En recuerdo de mis raíces y como un homenaje a mi familia, hace poco más de una década, con motivo de mi primera jubilación, al podar, reservé varas y cultivé durante unos meses unos cuantos centenares de plantones de esa Malvasía de Los Tapaditos, que regalé a las personas con las que compartí mis últimos años de profesión y a mis amistades, extendiendo así por las diversas islas la memoria familiar y el cariño.
En la bodega, el vino iba creciendo en medio de la casi total oscuridad, la ausencia de ruidos, la temperatura constante todo el año, el suelo de tierra apisonada, el techo de madera, las gruesas paredes, condiciones que solo se veían perturbadas por la vecindad, al otro lado del tabique interior de la bodega, del camello de Avelino, cuando se le vaciaba el dornajo y se mostraba inquieto, dando un bramido o sacudiéndose las moscas con el rabo, mientras estaba fuchido.
La preparación de la vendimia, comenzaba cada año con el trasiego del vino sobrante, el aprovechamiento de las madres para colocarlas en el serpentín que fabricó el amigo Óscar y con el que obteníamos cada año la parra, que incluso llegaba a tener fines medicinales para quitar las manchas de la cara de las mujeres embarazadas.
Seguía la limpieza de las pipas con agua de hinojos, la recolección de los restos cristalizados que volvían a ser introducidos a veces en las barricas limpias y, por último, la preceptiva desinfección de la barrica mediante la mecha de azufre que durante unas horas se colocaba ardiendo en su interior.
Una de mis tareas era preparar esas mechas cortando tiras de sacos de papas irlandesas “chineguas” o “autodates” (King Edward o Up to date), colocarles un trozo de verga para sumergirlos en un cacharro donde se derretía el azufre desprendiendo llamas azules y un olor asfixiante, y quedar, al secarse, como si estuvieran almidonadas.
Luego se les prendería fuego, se introducían en las barricas colgadas por el alambre, se tapaban y ardían hasta que consumían el oxígeno. Posteriormente, las destapábamos para que se oxigenaran y se pudiera encerrar el mosto para que fermentara.
Había que esperar a que se aclarara el vino. Mientras, algunos impacientes tomaban la aguapata, que se había aclarado en cristal, con escasa graduación, sabor a mosto y a veces produciendo urticaria. Mis tíos paternos, Emilio, Guillermo y, de manera especial, Antonio Chamizo, contaban las unidades de tiempo en “tantos días y tantas noches”, para acelerar a la mitad el tiempo de espera para estrenar el vino de cada cosecha.
De esas bodegas caseras, sin fines comerciales, como economía de sustento familiar para el consumo propio, nacería posteriormente la cooperativa Cumbres de Abona, una de las cinco denominaciones de origen de vino de Tenerife, que introdujo en el sur el Listán negro, variedad tradicional del norte.
Todo ello junto con el seguimiento y consejo de los enólogos, la tecnificación de los procesos, las subvenciones, la producción a mayor escala y la comercialización de vinos… lo que ha traído consigo que los caldos de una cooperativa que se ha diversificado y ha subsistido, produzcan vinos de excelente calidad como el Testamento (Malvasía), el Flor de Chasna y el Cumbres de Abona.
Ocuparnos más en profundidad de Cumbres de Abona, de los vinos de Tenerife y de Canarias en general, de los Guachinches, será consecuencia de visitas a sus bodegas, de hablar con los viticultores, de disfrutar del paisaje y de sus habitantes, de degustar la amistad entre sorbos de vinos que en el pasado estuvieron en la mesa de Shakespeare.
Ningún tiempo pasado fue mejor. Fue distinto y las idealizaciones a veces trastocan la objetividad de los recuerdos que, como los sabores de las comidas de una madre, siempre perviven en nuestra memoria de los sentidos. En nuestra memoria y en nuestros sentimientos.
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Menudo relato!
Te lleva a los navegantes del s. XVI rumbo a América, y al corazón familiar del articulista!!!
Gracias, Kerman
Precioso relato, propio de un enamorado de su tierra y de los suyos. Gracias, Manolo.
Gracias, Juande
Precioso, encantador, me lleva a mi infancia, aunque mucho menos completa que la que relatas en lo que a viticultura se refiere.
Una gozada, sí, Manolo.
Gracias, Virginia
Un hermoso relato que muestra parte de nuestro pasado reciente, aunque los más jóvenes piensen que sea de antes del diluvio.
Un regalo para tu gente y para nuestra memoria colectiva
Gracias, Fernando
Lo vinos canarios, sobre todo la Malvasía, eran famosos en Europa. Hay lugares de la isla donde se ha vuelto a recuperar esta variedad, como Garachico, por enólogos de la zona.
ENHORABUENA
Gracias, Celedonio
Muchas gracias por esta bella historia de personas que cuidan la tierra. Mañana, sin falta, voy a buscar una botella de Malvasia, y beberé a la salud de Manolo Marrero
Muchas gracias, Àngels
Gracias por compartir este hermoso e íntimo relato familiar en torno a tu infancia y a la figura de tu padre principalmente, con la Malvasía y los aromas del vino y las bodegas como ejes vertebradores, poniendo en valor múltiples detalles y expresiones que evocan un pasado coincidente: aguapata, ralera, esquila o el «afuche» del camello, eran vocablos usados a diario en esa comarca, cruzada por la sinuosa carretera C-822, por donde aún hoy se puede oír el entrañable «lleismo» de Chasna y Abona.
Muchas gracias, Sergio
Gracias Manolo por este entrañable relato. Estoy seguro que los que procedemos de Fasnia, La Zarza, El Escobonal, Lomo de Mena y la Medida, nos sentimos identificados, porque hemos vivido las mismas historias en nuestra niñez
Muchas gracias, Manuel