Lola López de Lacalle
Francisco, Patxi y Laguardia son tres nombres propios que han permanecido enlazados durante toda tu vida… Ahora que te has ido siguen unidos en nuestro corazón.
Viniste al mundo un 27 de octubre del ya lejano 1926. En la pila bautismal de la Iglesia San Juan de Laguardia te bautizaron como Francisco para honrar la memoria de tu abuelo paterno. Fuiste el cuarto de doce hermanos, el primer hijo varón de Gregorio, El Herrero, y Pilar, La Seronera, y sabiendo como era la sociedad de la época, estoy segura de que tu nacimiento fue muy celebrado.
Llegaste pasada la vendimia, cuando las vides secas y retorcidas cobran formas inquietantes y la tierra se echa a dormir bajo un manto de escarcha. Pronto vendría la nieve y ese viento helado y sibilante que traspasa la Sierra de Cantabria, barre los cantones y congela la respiración.
Seguro que tu madre se esforzaba por mantener la cocina caliente y a ti arropado con toquillas y refajos. Seguro que ese invierno, mientras te apretaba contra su pecho para darte calor, se apuntaló entre vosotros ese vínculo tan intenso que mantuvisteis.
Tuviste que ser un bebé precioso, con una mata de pelo rubio y unos ojos verdes; vivaces y brillantes, un poco picarones con los que has llegado a la vejez. A una edad demasiado temprana, descubriste que la vida no era un juego; que aquella desazón que te arañaba las tripas era hambre, que hacía mucho que la sufrías y que no había modo de calmarla porque erais demasiados alrededor de un puchero en el que la mayoría de las veces solo había patatas con sebo y tu complexión de niño grande exigía un tributo imposible de pagar.
Tu querida abuela Telesfora enseguida se dio cuenta y guardaba en su delantal porciones de comida que a escondidas te daba. Cuando apenas podías sujetar las tenazas comenzaste a bajar a la fragua para ayudar a tu padre y en ese momento, sin saberlo, dio comienzo tu larga vida laboral.
Hacía tiempo que te bullía en la cabeza la idea de emigrar. La tierra y el oficio familiar no daban para calmar el hambre; además, muchos jóvenes del pueblo subían a trabajar a Vitoria y cuando bajaban traían dinero en los bolsillos. A ti, que nunca te ha asustado el trabajo, la idea te tentaba, pero te daba no sé qué dejar a tu madre y lo ibas madurando, lentamente, pero con determinación, hasta que tu hermana mayor, Lucía, se casó y se vino a vivir a Amorebieta, y tú con ella.
Aquí te hiciste un hombre, decías. Llegaste con dieciséis años y dos manos grandes y generosas. Te pusiste a trabajar y ya no paraste. Te bautizaron como Patxi y te debió de gustar, porque nunca te oí ponerle ninguna objeción a tu nuevo nombre, pero cuando regresabas a Laguardia volvías a ser Francisco y hasta recuperabas el acento.
Trabajabas en la fábrica, y los fines de semana de camarero. Fuiste heladero, pusiste un bar, sellaste quinielas… y seguro que me dejo algo ¡Por Dios Aita!, ¿cómo se puede trabajar tanto? Tu cuñado, un marino nacido en Liverpool, viéndote tan tiernecito, quiso que recibieras alguna formación y te envió a clases particulares con doña Triunfo, una veterana maestra de Amorebieta.
“¡Hasta a escribir a máquina aprendí!”, presumías ante nosotros. Y para completar tus estudios, él mismo “te enseñó inglés” ¡Cuánto nos hemos reído estos últimos años hablando en esa lengua!
De aquí te fuiste al servicio militar, y como acto de suma confianza, contabas que le dejaste la cartilla de ahorros a la mujer en cuya casa vivías. Nunca has olvidado su dulzura y generosidad. “Me trató como a un hijo”, nos contabas. Siempre has sido agradecido con quienes te acogieron, te enseñaron un oficio y te echaron una mano en aquellos difíciles años cuarenta. Más de una vez he sido testigo de tus palabras de gratitud con alguno de ellos.
No tardaste en hacerte un hueco en el corazón de la gente, tu buen hacer, tu generosidad con los que iban llegando, como tú años atrás, tu corazón noble y tu integración en la dinámica del pueblo, son valores que te han definido y han calado hondo en el corazón de quienes te conocieron.
Tuviste tu cuadrilla de amigos con los que ibas a fiestas y romerías -no sé de dónde sacabas el tiempo- y conociste a Maritxu, nuestra madre. Os casasteis en Lemoa, y creasteis vuestra propia familia. Javier y yo llegamos pronto, Susana tardó quince años. Por esa época se había asentado tu vida laboral, el esfuerzo comenzaba a dar sus frutos y seguramente llegarían menos letras a fin de mes, lo que dio cierto respiro a la economía familiar, pero, aún así, a los tres nos has transmitido que el esfuerzo es indispensable para lograr los objetivos.
Para entonces ya habías sembrado en nosotros el germen de un amor incondicional a Laguardia, habíamos pasado allí algunos veranos y pronto captamos lo que aquella tierra significaba para ti, fue un rosario de recuerdos que fuiste desgranando según la época del año y que pronto asumimos como propios: “Pronto será San Juan”, “A esta hora estarán en la iglesia haciendo tremolar la bandera” “Ya habrán comenzado a vendimiar…”
Ahora pienso que fui afortunada al tener mi Macondo particular, porque Laguardia fue para mí un lugar mágico desde que tuve uso de razón: la herrería de la familia, el abuelo tocando la dulzaina por sus calles, la abuela corriendo las vaquillas cuando era joven, la casa del hospital, la casa de la calle Santa Engracia, El Collado, La Barbacana desde donde me contaste que se cayó la tía Sofia, aquella viña que teníais en Carrapáganos, otra que la abuela heredó de sus padres… son los más hermosos cuentos que un padre puede contar a su hija.
Hay una fotografía en la que aparezco en el Collado junto a mi ama que sostiene en brazos a mi hermano y un grupo de veraneantes y creo que ahí arracan mis primeros recuerdos vividos en Laguardia. Rescato ahora de la memoria la imagen de los labradores volviendo del campo al atardecer montados en sus burros, recuerdo haber hecho el final del camino sobre sus monturas, evoco el aroma del campo perfumado de hierbas aromáticas y sobre todo te recuerdo a ti, coronándonos con hojas de laurel en El Collado, merendando en el campo, cogiendo almendrucos, llevándonos a las lagunas, bajando a las bodegas… Todos esos recuerdos son imposibles sin ti, porque tú eres el centro de ellos.
Amabas inmensamente a tu pueblo y a sus gentes y supiste transmitirnos ese amor. ¡Laguardia ha ocupado tantos momentos de tu vida! Cuando pasabas unos meses sin ir, enseguida nos decías: “Habrá que ir, ¿no?” Te transformabas en cuanto llegabas, se te notaba la alegría bullendo por los poros y si había alguien nuevo a quien mostrar tu pueblo, eso era ya un delirio de satisfacción, pero nunca exhibiste un orgullo mayor que cuando llevaste a tus nietos.
Volviste a hacer coronas de laurel, les enseñaste los lugares de tu infancia y les contaste las historias que nos contabas a nosotros. Solo el hecho de no haber conservado la casa familiar y un trocito de tu tierra te entristecía, pero como eras de natural alegre, enseguida lo olvidabas y te dejabas envolver por la felicidad de estar en casa.
Hace cuatro, o cinco años, te propuse pasar unos días de verano en Laguardia y aceptaste encantado. Alquilamos un piso y allí nos fuimos. No podías parar en casa, en cuanto te despertabas querías salir. A duras penas conseguía alargar el desayuno, si por ti hubiera sido, hubieras recorrido sus calles desde el amanecer, creo incluso, que te hubiera rondado la idea de despertar a alguien.
Fueron días mágicos; te reencontraste con tus primos, con los pocos amigos de la infancia que aún quedaban, saludaste a unos y a otros, paseaste por El Collado, volviste a recorrer con calma los lugares de tu infancia, me enseñantes la pila en la que te bautizaron, me volviste a contar historias, y nos llenamos de calma en largos paseos. Fuiste feliz.
Este último año ha sido difícil para ti y también para nosotros, el virus te alcanzó y cumpliste noventa y cuatro años en el Hospital, pero de esa también saliste. “No hay quien pueda con los de Laguardia”, repetías orgulloso y a partir de ahí Laguardia se magnificó. Querías ir y te enfadabas porque no te llevábamos. Intentabas embaucarnos para que te dejáramos en la parada del autobús. Empleabas tus mejores dotes de convicción apelando al “punto flaco” de cada uno de nosotros
Con la complicidad de Antonio Mijangos, el sacerdote de Laguardia intentamos convencerte de que no se podía entrar, que las puertas de las murallas estaban cerradas, aún recuerdo la conversión que mantuviste con él: “Chico”, le dijiste por teléfono, “antes estábamos deseando que viniera gente de fuera y ahora uno del pueblo no puede entrar”.
Cuando salíamos a pasear encontrabas gente de Laguardia por todos lados. “¿Quién es ese?”, te preguntaba cuando saludabas a un desconocido. “Uno de Laguardia”, respondías. “Aita, ése no es de Laguardia”, “Chica, que me habré equivocado”. Estábamos en casa charlando tranquilos y de repente te levantabas y te despedías: “Oye que he estado muy a gusto, pero yo ya me voy para Laguardia”.
¡Dios mío aita!, el último mes de vida no has dejado de nombrar a tu pueblo. El día anterior a que te fueras, te levantaste de la cama para volver a Laguardia.
Te juré que volverías y cumpliré mi promesa. Volverás a Laguardia, volverás con nosotros porque ahora tú vives en nosotros y el amor por tu pueblo se ha hecho fuerte en nuestros corazones. Volverás, aita, pero necesitamos tiempo, la emoción está aún a flor de piel, porque para nosotros Laguardia eres tú. ¿Cómo voy a pasear por sus calles sin que me resuenen en cualquier esquina tus pasos de niño hambriento? ¿Cómo voy a entrar en la iglesia de San Juan, y detenerme frente a la pila bautismal, sin imaginar a un niño rubio envuelto en sus mejores galas?
Si fuera ahora a Laguardia, seguiría los pasos de cualquier adolescente que paseara por el Collado, segura de que eras tú mientras madurabas la decisión de emigrar. Mis ojos se ahogarían al pasar por la Plaza Nueva al imaginarte esperando el autobús camino de tu nueva vida. Quiero pasear por sus calles, detenerme ante el portalón de tu casa, entrar en la iglesia, recordarte con serenidad y una sonrisa, quiero celebrar tu vida y tu recuerdo y fundirme en un abrazo con tu tierra, con ese lugar mágico llamado Laguardia, que ocupó un hueco tan grande en tu corazón…
Entonces, Francisco, volverás a Laguardia.
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Es una historia universal la de Francisco López de Lacalle. Cómo no emocionarse con ella en cualquier lugar del mundo!
Muchas gracias, Begoña.
Amar las raíces de esa manera tan intensa es lo que te hace ser especialmente de un lugar y no de otro. Magnífico Lola, eskerrik asko!!
Eskerrik asko, Antton
Laguardia pesa mucho: infancia, abuelos, padres, tíos, primos, una villa medieval amurallada, una Sierra increíble… Un lugar muy especial en el mundo.
Amorebieta es la Cuadrilla de madurez, el amor, la esposa, las hijas y el hijo, los nietos. El mundo laboral.
Es muy bello que se le despidiera con las dulzainas en Amorebieta. Ese instrumento, esa música, trenza un puente entre Rioja Alavesa y Bizkaia. Entre Amorebieta y Laguardia.
Un puente entre las lágrimas de emoción que Lola nos saca de muy adentro, y la alegría de un amor como el de ambos.
Gracias, Lucía.
Querida Lola, tuve la fortuna de conocer y tratar a tu aita, tu hermano Javier y también de ser tu lector cero, con tu encantadora novela “Melocotones de Viña”. A raíz de ello incluso elaboré mermelada con los melocotones ? de nuestra viña de Vallandres, guardé los huesos, que repartí entre amigos y vecinos y yo mismo he sacado adelante dos hermosos árboles que la Primavera que viene trasladaremos a la viña. Te guardé un bote de esa mágica mermelada que tanto disfrutaste y ahora y desde “El Blog” te prometo un tarro de mermelada de cada cosecha…., así honraremos la memoria de vuestro querido aita, Patxi en Amorebieta y Francisco en Laguardia.
Estoy seguro de que cuando haya leído y visto este entrañable artículo ha sonreído orgulloso, igual que lo hizo en la presentación de tu novela en Laguardia. Gracias por dejarme compartirlo con vosotros y gracias por añadirnos ese día a vuestra familia y amigos, un hermoso recuerdo que siempre guardaré en mi corazón, en el mismo que tiene un huequecito la nieta del herrero…, Tú, mi querida Lola… Besos PL
Gracias, Pedro.
Lola nos emocionó con su libro y nos emociona más ahora haciéndonos partícipes de su admiración y amor por su padre. Amor que se refleja, como en un espejo, en Laguardia…
Muchas gracias, Mar.
Lola: La tarde en la que le llevaste a ver la pila donde le bautizaron, yo estaba allí y nos reconocimos después de tantos años y vi en sus ojos la alegría de estar en su pueblo y ser reconocido por sus paisanos. ¿Recuerdas, Lola? Yo era el encargado de comprarle una casa, pero le fallé como agente inmobiliario. También me pidió que cuidara de su madre y que no le faltara nada. El amor que recibía lo devolvía con su vida.
Todos son recuerdos agradables y ejemplo para muchos: su sencillez, simpatía, gratitud, nostalgia de su pueblo y amor por él. De verdad te digo Lola, que el recuerdo de su buen sentido del humor me hace sonreír.
Muchas gracias, Antonio.
Cuánta emoción, cuánto Amor, qué mirada y sonrisa de buena gente la de Patxi…
Qué orgullo de Aita… y de hija.
Eskerrik asko, Lea.
Personas como Patxi, testimonios como el de su hija, sentimientos tan auténticos, tan de verdad engrandecen y dan verdadero sentido a Laguardia, a Amorebieta, a Rioja Alavesa y a Euskadi entera.
Muchas gracias, Amaia.
Gracias por las bonitas palabras que nos habéis dedicado a mi aita y a mi.
Este es mi pequeño homenaje a un hombre que amó a su tierra sobre todas las cosas y que jamás se olvidó de los suyos.
Y a ti Antonio agradecerte mil veces más él apoyo y la complicidad que hemos encontrado contigo. También he de decirte que como Agente Inmobiliario no vas a ganarte la vida…
Un abrazo a toda la buena gente.
Muchas gracias, Lola
Qué palabras tan bellas. Me han llenado de emociones de las buenas, de las que te conectan con lo que importa en la vida. Gracias
Muchas gracias, Noemi.
Bueno, bueno… Patxi (para mí) un rabudo (de Laguardia) que se «hace» Zorrontzarra, y una Zorrontzarra que se «hace» rabuda … Siempre nos unirá tanto a ti como a mí estos dos pueblos, los mejores del mundo… El viernes voy al pueblo a pasar las vacaciones, entre tú y mis padres, por cierto cuando estéis juntos, dales un beso muy fuerte de mi parte (les echo tanto de menos) me habéis puesto una ruta «guapa» en el pueblo para recordaros. Menos mal que tengo días por delante para recorrer las «capillas» del pueblo. La primera copa de vino va por ti y mis aitas…
Muchas gracias, Aintzane